Sabado, 23 de Noviembre 2024
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España UPEyDE Titulo: ¿Quién le pone el cascabel al Rey?. Texto: Urge que los monárquicos se abstengan de defender al Rey. Así quedarían marginadas por unos meses las zarandajas con que ocultan su inmovilismo y los diputados podríamos ponernos a realizar los cambios legales que necesitan la institución y el país. Los huesos envejecen como lo hacen las leyes. Un Rey que va de buen grado al taller cuando su cadera deja de funcionar ha de juzgar razonable que los mecánicos del Congreso revisemos la pieza legislativa clave para el buen funcionamiento de la monarquía: el Título II de la Constitución. En él los constituyentes previeron distintos supuestos, como la inhabilitación, la regencia o la abdicación del monarca. Podían sentir una enorme devoción por el Rey, pero eso no les impidió darse cuenta de que es humano, un hecho que se presenta brumoso ante los ojos de los más sentidos apologetas de la monarquía. En cuanto el debate ha salido a la palestra, han sentenciado que no es necesario hacer nada. Creerán que con su conservadurismo defienden la institución, cuando lo único que consiguen es paralizarla e impedir una evolución que debiera haberse producido hace tiempo. Se corre el riesgo incluso de que llegue a ser inoperante. La Constitución establece (artículo 59), la regencia del príncipe heredero si se inhabilitara al Rey. Sin embargo, nada se dice sobre quién estaría legitimado para iniciar el procedimiento de inhabilitación o cómo debería llevarse a cabo. ¿Mediante una declaración judicial? ¿A través de un acto parlamentario? ¿Con una ley orgánica? Entre las más bonitas paradojas que he visto últimamente se encuentra esta: si la inhabilitación se hiciera por ley, ¿cómo podría el Rey sancionar su propia inhabilitación, estando inhabilitado? Habrá que darle una vuelta a todo esto porque, más allá de trabalenguas, no cabe duda de que conviene regularlo, al margen de que uno tema o no que el Rey sea incapaz de hacer su trabajo el día menos pensado. Lo mismo puede decirse de la abdicación o la renuncia. Los constitucionalistas debaten sobre si sería exigible una ley orgánica para cada caso o bastaría una regulación general que en el caso específico se resolviera con un acuerdo parlamentario. Soy de la opinión de dar a la monarquía una mayor impronta parlamentaria, pero sobre todo creo que es urgente debatir estas cuestiones concretas. Los países estables lo son por su capacidad de anticipar situaciones graves que pueden ocurrir. Tenía mucha razón Bertrand Russell cuando aseguraba que la civilización es la capacidad de prever. Y esto vale para cualquier crisis: desde un relevo en la jefatura del Estado hasta un huracán. Conviene evitar que el estropicio llegue a la institución sólo porque una pandilla de inmovilistas aferrados al tabú han decidido que siga siendo el Rey quien desarrolle con su práctica diaria el Título II. No conseguirán más que crearle problemas a él y al país. Que no se haya desarrollado esta regulación hasta ahora es la demostración cristalina de que el gran fallo de la Transición reside en lo que ocurrió después. Concebida para transitar, como su propio nombre indica, todo lo que se cambió en aquellos años ha acabado fosilizado, como muchos artículos de la Constitución. Erigir las instituciones correspondientes constituye la parte más sencilla de la construcción de una democracia. Lo complicado es alimentarlas, dejarlas evolucionar, vigilarlas siempre para que, tanto los cambios legales como las pequeñas prácticas cotidianas, se encaminen siempre hacia una profundización democrática. Como no se ha hecho, todos nos hemos fosilizado un poco y así vivimos: respirando el aire de hoy protegidos por el caparazón de ayer. Si tan sólo en algún aspecto de un único asunto, por un pequeño día, los dinosaurios se echaran a dormir...